Internacional. Domingo, 13 de Octubre de 2024
Después de pasar más de 50 años persiguiendo y combatiendo virus, uno contraatacó y estuvo a punto de acabar conmigo. Hablo del virus del Nilo Occidental, transmitido por el animal más mortífero del planeta: el mosquito.
No me infecté durante ninguno de mis viajes internacionales a lo largo de los años, sino muy probablemente mientras estaba fuera de mi casa en Washington DC.
A mediados de agosto me sentía débil y agotado, pero lo atribuí a un reciente caso de COVID-19. Aunque había dado positivo en las pruebas de covid más de un mes antes, experimenté un rebote de los síntomas después de tomar el tratamiento con Paxlovid. Quizás todavía tenía síntomas persistentes que acabarían por desaparecer.
Pero no fue así. Al contrario, empecé a experimentar una fatiga y un agotamiento graves e inexplicables, que culminaron con mi ingreso en un hospital el 16 de agosto, delirante e incoherente, con una temperatura de 39 grados. Recuerdo muy poco de los cinco días y medio que pasé en el hospital, salvo que nunca me había sentido tan mal en mi vida.
Mis médicos supusieron que tenía septicemia y me trataron con antibióticos. Al cabo de varios días, me bajó la fiebre y me dieron el alta con antibióticos sin un diagnóstico claro. Eso cambió al día siguiente, cuando los análisis de sangre revelaron que tenía el virus del Nilo Occidental.
No hay tratamiento para la enfermedad del virus del Nilo Occidental, y me tocó lidiar con los estragos que causó en mi cuerpo. Fue aterrador. No podía mover las piernas hacia un lado de la cama para sentarme sin ayuda de mi esposa y mis tres hijas. No podía ponerme de pie sin ayuda y, desde luego, no podía caminar. Una parte muy aterradora de la terrible experiencia fue el efecto en mi cognición. Estaba desorientado, era incapaz de recordar ciertas palabras, hacía preguntas a mi familia de las que debería haber sabido las respuestas. Temía que nunca me recuperaría ni volvería a la normalidad.