Opinión. Miercoles, 23 de Julio, 2025
En la estructura del gobierno local establecida por la Ley 176-07 del Distrito Nacional y los Municipios, hay una separación clara de funciones: el alcalde ejecuta; el concejo fiscaliza. Pero en la práctica, este equilibrio se ha ido diluyendo peligrosamente, al punto de convertir a muchos regidores en simples adornos decorativos del poder local, o peor aún, en cómplices silenciosos de la mala gestión.
La ley establece con claridad que los regidores tienen funciones exclusivamente normativas, reglamentarias y de fiscalización. No les corresponde ejecutar obras, ni manejar presupuestos, ni intervenir en procesos administrativos. Su rol es el de supervisar, evaluar y, cuando sea necesario, denunciar. Esto no es una limitación: es una responsabilidad de enorme peso que, si se ejerciera con valentía, evitaría muchos escándalos de corrupción, abandono y clientelismo político en nuestros municipios.
Sin embargo, la realidad muchas veces dista del marco legal. En muchos ayuntamientos del país, los regidores se han convertido en operadores políticos, gestores de favores, o simples espectadores del alcalde de turno. Ya no hay fiscalización rigurosa, ni cuestionamientos sobre el uso del presupuesto, ni exigencias de rendición de cuentas. Todo lo contrario: muchas veces lo que hay es un silencio cómplice, disfrazado de armonía institucional.
Pero, ¿por qué ocurre esto? En parte, porque el sistema ha sido diseñado y alimentado para favorecer la discrecionalidad del ejecutivo municipal. Muchos alcaldes reparten pequeñas cuotas de poder o prebendas entre algunos regidores, neutralizando así cualquier intento de fiscalización real. Y muchos regidores, lejos de representar a sus comunidades con dignidad, prefieren no incomodar al poder, con la esperanza de seguir recibiendo beneficios personales.
Este debilitamiento del Concejo de Regidores tiene un costo enorme: las comunidades pierden su voz institucional, los recursos públicos dejan de estar bajo vigilancia ciudadana, y la democracia municipal se vacía de contenido. El ciudadano común, que cree haber elegido un representante que lo defienda en el cabildo, descubre tarde que ese regidor ha optado por callar, negociar o simplemente ausentarse del debate.
Y no se trata de negar que los regidores, por su contacto directo con la gente, sean conscientes de las necesidades de sus barrios. Muchos presionan para que se construyan calles, se iluminen parques o se recojan los desechos sólidos. Pero esa presión debe canalizarse como una exigencia institucional, no como una búsqueda de protagonismo personal o rédito político.
La clave está en entender que la fiscalización es también una forma de servir a la comunidad. Preguntar en qué se gastó el presupuesto no es obstrucción, es deber.
Exigir transparencia no es enemistarse con el alcalde, es cumplir con la ley. Cuestionar una obra innecesaria o sobrevalorada no es traición, es responsabilidad.
Es urgente que el Concejo de Regidores recupere su dignidad institucional. Que vuelvan las sesiones en las que se debate con fuerza, que se escuchen las voces de oposición y se ejerza un verdadero control al poder ejecutivo local. Solo así se podrá reconstruir la confianza ciudadana y devolverle sentido a la política municipal.
Porque cuando los regidores pierden su voz, los alcaldes pierden el freno. Y cuando ambos se desconectan de su rol, el municipio entero pierde el rumbo.
El deber de un hombre, es estar donde es más útil.