Opinión. Jueves, 23 de Octubre, 2025
“Un pueblo que tapa sus drenajes, termina tapando su futuro”
Mientras más del 90 % de los dominicanos no comprendan la importancia del reciclaje ni asuman la responsabilidad de no arrojar residuos sólidos —plásticos, vidrios, cartones y otros desechos— a las calles, el país seguirá sumido en una crisis ambiental permanente. Y mientras esos actos criminales no tengan consecuencias reales, como penas de prisión de al menos cinco años sin derecho a fianza, nada cambiará.
Cada vez que una tormenta tropical o un diluvio azota la República Dominicana, la tragedia se repite con el mismo guion: calles inundadas, cañadas desbordadas, imbornales tapados y barrios enteros anegados por montañas de basura. Las imágenes no mienten: toneladas de botellas plásticas flotando por las avenidas, fundas arrastradas hacia el mar y canales que colapsan bajo el peso de nuestra indiferencia. Esta realidad no es producto exclusivo de la lluvia, sino del descuido humano. El problema ambiental del país tiene un nombre: irresponsabilidad ciudadana sin consecuencias legales.
La Ley General sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales (No. 64-00) establece con claridad en su artículo 175 que está prohibido lanzar desechos o residuos en lugares no autorizados, y en su artículo 183 faculta al Ministerio de Medio Ambiente a sancionar y denunciar penalmente a los infractores. Sin embargo, los mecanismos de aplicación son débiles, las multas son bajas y la fiscalización casi inexistente.
Por su parte, la Ley 225-20 sobre Gestión Integral y Coprocesamiento de Residuos Sólidos vino a modernizar el marco normativo, promoviendo la responsabilidad extendida del productor, la clasificación en la fuente y la economía circular. Pero esta ley también depende de la conciencia ciudadana y de la acción firme de los municipios, que son los principales ejecutores de la gestión de residuos. Sin educación ambiental, sin vigilancia ni castigo, ambas leyes quedan como símbolos de una voluntad política que no logra traducirse en resultados reales.
Lo más preocupante es la normalización del caos ambiental. En pleno siglo XXI, seguimos observando cómo ciudadanos tiran basura por la ventanilla del vehículo, cómo los comercios desechan plásticos sin control y cómo los gobiernos locales no implementan programas sostenibles de reciclaje o recolección diferenciada. Este comportamiento no es inocente, es criminal. Arrojar residuos a las calles no solo obstruye los drenajes pluviales; también provoca enfermedades, pérdidas materiales, contaminación de ríos y mares, y agrava la vulnerabilidad de las comunidades más pobres ante fenómenos naturales.
Para transformar esta realidad, se requiere una estrategia nacional de conciencia ambiental combinada con un régimen sancionador fuerte y sin privilegios. La educación ambiental debe comenzar en las escuelas, pero también en los hogares, en los medios de comunicación y en los espacios públicos. Sin embargo, la pedagogía sin penalidad es ineficaz. Es hora de que el Estado tipifique de manera más severa los delitos ambientales, estableciendo penas de prisión efectivas para quienes contaminan deliberadamente o reinciden en el manejo irresponsable de los residuos.
Mientras los ciudadanos sigan arrojando basura a las calles y el Estado continúe mirando hacia otro lado, cada tormenta será una sentencia de autodestrucción. La gestión de residuos no es solo una tarea técnica; es una prueba de civilización. Un pueblo que entierra su futuro bajo montones de plástico demuestra que no ha entendido que el progreso no se mide por obras, sino por cultura. Solo cuando comprendamos que cada botella lanzada a una cañada es una bomba contra la naturaleza, y cuando esa acción tenga consecuencias reales, empezaremos a construir una República Dominicana limpia, digna y consciente de sí misma.