Opinión. Jueves, 25 de Septiembre, 2025
El primer intento moderno de asegurar la paz después de la Primera Guerra Mundial fue la Sociedad de Naciones, nacida en 1919 con sede en Ginebra bajo el Tratado de Versalles. Concebida como un organismo para prevenir nuevos conflictos, nunca logró consolidarse: careció de poder coercitivo y, paradójicamente, Estados Unidos —su impulsor inicial bajo el presidente Wilson— nunca se integró. Su fracaso frente al expansionismo de los años treinta selló su destino, y tras la Segunda Guerra Mundial fue reemplazada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945. La ONU surgió del pacto de los vencedores de la guerra, que se reservaron los asientos permanentes del Consejo de Seguridad: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, la Unión Soviética (hoy Rusia) y China. Estos cinco miembros no solo obtuvieron permanencia, sino también el poder de veto consagrado en el artículo 27 de la Carta. Esa prerrogativa, pensada para garantizar su permanencia en el sistema, terminó por institucionalizar un reparto del poder mundial que perdura hasta hoy.
Durante la Guerra Fría, el veto se convirtió en moneda corriente para bloquear cualquier acción que afectara a un aliado estratégico. Hoy, en un mundo de rivalidades geopolíticas renovadas, esa herramienta ha convertido al Consejo en un órgano muchas veces inoperante. Basta observar las divisiones sobre Siria, Ucrania o Gaza, donde las potencias actúan más como rivales que como garantes de la paz internacional. La crítica más dura vino en años recientes de la propia voz de un presidente estadounidense. Donald Trump, en su intervención ante la Asamblea General, acusó a la ONU de ser un organismo de “retórica vacía”, incapaz de producir resultados concretos y efectivos solo en el discurso. Más allá de la dureza del estilo, sus palabras reflejan un malestar global: la percepción de una ONU desconectada de la urgencia de los pueblos.
El caso haitiano es, para la República Dominicana, la prueba más cercana de esta brecha entre mandato y ejecución. En octubre de 2023, el Consejo de Seguridad aprobó —sin veto— la Resolución 2699, que autorizó una Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad en Haití, liderada por Kenia. Sin embargo, la implementación ha sido lenta, litigiosa y subfinanciada. Los primeros contingentes apenas llegaron en 2024, mientras la violencia y el colapso institucional seguían creciendo. Para la República Dominicana, la situación equivale a un abandono disfrazado de resolución: hay un texto legal adoptado bajo el Capítulo VII, pero la misión carece de los medios para garantizar cambios reales. La presión migratoria, el comercio afectado y el riesgo de seguridad fronteriza son el costo directo que pagamos por esa ineficacia.
En teoría, el derecho internacional otorga a la ONU la autoridad para mantener la paz y la seguridad colectivas. En la práctica, el veto y la rivalidad entre potencias han creado un desbalance estructural. Lo que nació como una garantía de estabilidad terminó convertido en un freno a la acción. El resultado: un sistema en el que los grandes deciden cuándo actuar, y los pequeños, como la República Dominicana, sufren las consecuencias de la inacción.
La experiencia histórica demuestra que la ONU no fue diseñada para ser un organismo democrático, sino para equilibrar a los vencedores de 1945. Hoy, ese diseño nos afecta directamente. El caso haitiano revela una verdad incómoda: mientras las potencias se enfrentan en su tablero global, la crisis de nuestro vecino se profundiza y la carga recae en nosotros. La República Dominicana debe, en consecuencia, redoblar su diplomacia jurídica: insistir en el cumplimiento de las resoluciones del Consejo, articular coaliciones regionales en la OEA y CARICOM, y movilizar fondos multilaterales para evitar que la crisis haitiana nos desborde. Porque si algo nos enseña la historia —de la Sociedad de Naciones a la ONU— es que los pequeños no pueden darse el lujo de depender solo de la voluntad de los grandes.