Opinión. Martes, 07 de Octubre, 2025
En los últimos años, el gobierno ha tratado de justificar el acelerado endeudamiento público con un argumento que suena razonable en apariencia: “Estamos tomando préstamos para pagar las deudas pasadas y mantener la estabilidad financiera del país.” Pero esa narrativa, aunque conveniente en lo político, no resiste un análisis serio ni técnico ni moral.
Cuando un gobierno se endeuda a niveles que superan los de todos los regímenes anteriores juntos —una cifra que, en proporción, equivale a más de cien años de deuda acumulada— no está «pagando» obligaciones pasadas. Está reciclando deuda con deuda y comprometiendo el futuro económico del país a cambio de estabilidad temporal.
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El espejismo de la estabilidad
La llamada “estabilidad financiera” que se exhibe en los discursos oficiales no es sinónimo de sostenibilidad fiscal.
Se puede mantener el pago puntual de las deudas mientras el déficit crece, los intereses se disparan y el presupuesto nacional se vuelve cada vez más dependiente del crédito externo. Eso no es equilibrio: es fragilidad encubierta.
El gobierno, en lugar de reducir gastos innecesarios o fomentar la producción interna, ha optado por el camino más fácil y peligroso: seguir pidiendo prestado.
Es como un ciudadano que paga una tarjeta de crédito con otra.
Al final del mes parece solvente, pero su deuda crece en silencio.
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La deuda que no genera riqueza
El endeudamiento no es en sí un pecado económico; puede ser una herramienta útil si financia proyectos que devuelvan valor al país: infraestructura productiva, educación técnica, innovación tecnológica, energía o exportaciones.
El problema es cuando los préstamos se destinan, mayormente, a gastos corrientes, nómina política y subsidios de corto plazo que no generan retorno ni desarrollo.
Cuando el dinero prestado se gasta en mantener apariencias o alimentar estructuras partidarias, lo que se está construyendo no es progreso, sino dependencia.
Y eso se traduce en menos inversión en salud, educación y desarrollo humano: los verdaderos motores de una nación estable.
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El costo para las próximas generaciones
Desde el punto de vista fiscal, este modelo traslada el peso de la deuda a quienes ni siquiera han nacido.
El país aparenta orden en el presente, pero lo logra a costa de hipotecar su futuro.
Los intereses de hoy serán los impuestos del mañana, y los hijos de esta generación pagarán por decisiones que no tomaron.
Cuando la deuda crece más rápido que la economía, el país pierde soberanía sobre su propio destino.
Los acreedores comienzan a dictar las condiciones de política pública, y la independencia económica se convierte en una ficción administrativa.
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La voz del ciudadano
El pueblo dominicano merece saber que detrás de cada préstamo anunciado con euforia hay una factura que todos terminaremos pagando.
Porque no se puede hablar de progreso cuando la economía depende del crédito, ni de estabilidad cuando el país vive refinanciando su propio fracaso fiscal.
La deuda debe ser un instrumento para crecer, no una excusa para gobernar.
Y mientras se siga usando el dinero prestado para tapar huecos políticos en lugar de abrir caminos productivos, seguiremos caminando sobre una cuerda floja con el futuro atado a un pagaré.
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El verdadero desarrollo no se mide por la cantidad de dinero que se toma prestado, sino por la capacidad de un país para producir, crear y sostener su bienestar sin depender del crédito.
República Dominicana necesita un nuevo modelo económico que gire en torno a la productividad, la transparencia y la planificación, no a la deuda ni al discurso.
Porque endeudarse no es progreso: es hipotecar el porvenir.