Opinión. Miercoles, 17 de Diciembre, 2025
En un país donde la palabra “salud” debería estar blindada por pudor moral, el caso SeNaSa ha caído como una piedra en el estanque, tanto por los montos que se mencionan como por el mensaje que deja. Si las acusaciones del Ministerio Público se sostienen en tribunal, no estaríamos frente a “faltas administrativas subsanables” ni a un “desorden heredado”, sino frente a la puesta en escena de una arquitectura delincuencial para drenar recursos públicos justamente en contra de los más vulnerable.
Lo que ha salido hasta ahora, en términos periodísticos es una mezcla explosiva de silencios y explicaciones, ambición desmedida, falta de auditorías, fallas de control, un pleito por el relato, y finalmente, judicialización. El Ministerio Público formalizó el caso con diez imputados y solicitud de 18 meses de prisión preventiva y declaratoria de complejidad. En paralelo, la Cámara de Cuentas ha dicho que tiene tres auditorías relacionadas a SeNaSa, incluyendo una forense, y que el proceso ha enfrentado obstáculos para obtener documentación.
El caso de SeNaSa habla de la debilidad institucional, porque se han citado hallazgos de la SISALRIL sobre procesos “fragmentados y manuales”, fallas de controles automáticos y deficiencias de trazabilidad (incluidas autorizaciones duplicadas).
Por igual, hay que destacar los mecanismos específicos bajo sospecha, como los pagos por contratos y adendas asociados a un proveedor, describiendo aumentos de capitación y pagos por servicios sin evidencias objetivas suficientes, según lo que se atribuye a la solicitud de medida de coerción y a auditorías referidas por SISALRIL.
El punto político y ético no es solo quién cae, sino qué sistema permitimos que exista. SeNaSa no es una oficina cualquiera, es una columna de la seguridad social. Cuando una institución así entra en sospecha, el daño es económico y psicológico. Se erosiona la confianza del afiliado que se pregunta si su autorización fue negada por falta de cobertura o porque el dinero se fue por la tubería equivocada.
Por eso la pregunta incómoda no es solo “¿quién se robó qué?”, sino ¿cómo se diseñó (o toleró) un modelo donde el control llega tarde? Si la trazabilidad depende de papeles, si la compra de servicios se vuelve un laberinto de adendas, si la supervisión se activa cuando el escándalo estalla, entonces el Estado está administrando miles de millones con mentalidad de monos.
El caso SeNaSa debería dejar, como mínimo, cinco reformas que ya no admiten excusas: la primera es la trazabilidad digital obligatoria, en tiempo real, de autorizaciones, reclamaciones y pagos; lo manual debe ser excepción auditada, no norma; lo segundo debe ser la auditoría continua (no episódica), con muestreos mensuales de alto costo; en tercer lugar, la transparencia activa de contrataciones y adendas, con criterios públicos de precio, población beneficiaria, estándares de calidad y evidencia de prestación efectiva del servicio; en cuarto lugar, la protección real a los afiliados, muchos de los cuales fueron denunciantes y; finalmente, la rendición de cuentas real y que sirva para combatir la impunidad.
SeNaSa puede y debe sobrevivir a este golpe, pero no con maquillaje comunicacional, sino con una cirugía institucional, implementando controles modernos, auditorías independientes, datos abiertos y justicia sin selectividad. Porque si algo nos enseña esta historia es que cuando el sistema de salud se convierte en “un botín”, el ciudadano común termina pagando dos veces, con sus impuestos y con la vida.