La más reciente infografía de la Oficina Nacional de Estadísticas -ONE- sobre Seguridad Vial 2024 vuelve a colocar un espejo frente a un problema que, aunque cotidiano, continúa cobrando más vidas que muchas enfermedades: los accidentes de tránsito. Lejos de ser simples cifras, los datos revelan patrones profundos, persistentes e inquietantes que deberían provocar una respuesta urgente, sostenida y coordinada del Estado y de toda la sociedad dominicana.
El país registró una tasa nacional de 20.02 muertes por cada 100 mil habitantes, y varias provincias duplican con creces ese promedio. Que Samaná (44.96), La Altagracia (41.49) y San José de Ocoa (40.31) lideren esta trágica clasificación no es casualidad. Son territorios donde el turismo, el tránsito interurbano, las motocicletas y las vías sinuosas forman una combinación de alto riesgo. Sin embargo, la brecha frente a provincias como Independencia o incluso Santo Domingo, con menores tasas de mortalidad, demuestra que las condiciones estructurales, el control, la educación vial y la supervisión pueden marcar una diferencia significativa.
Pero lo verdaderamente alarmante va más allá de la geografía. El perfil de las víctimas nos retrata una realidad dura: el 87.91% de los fallecidos son hombres y más de la mitad (53%) jóvenes entre 15 y 34 años. Esta es una generación que debería estar construyendo su futuro, no perdiéndolo en el asfalto. La masculinidad imprudente, el exceso de confianza, la falta de formación vial y la presión social que celebra la velocidad y el riesgo están detrás de buena parte de este patrón.
Otro aspecto crucial es la supremacía mortal de las motocicletas. Siete de cada diez muertes corresponden a motociclistas, un dato que debería encender todas las alarmas políticas y sociales. La motocicleta no es el problema en sí; es el uso irresponsable, la falta de casco, el tránsito en vías no autorizadas y la ausencia de controles efectivos lo que las convierte en un vehículo letal. No podemos seguir normalizando que miles de dominicanos arriesguen la vida para movilizarse porque el transporte público es insuficiente, inseguro o inexistente en buena parte del país.
El informe también revela que las carreteras representan el 40% de los accidentes fatales, una señal clara de que la infraestructura vial, la señalización, la iluminación y la vigilancia siguen siendo inadecuadas. A esto se suma otro patrón preocupante: los fines de semana concentran el 58% de las muertes, con el domingo como el día más letal. Alcohol, ocio, agotamiento y aumento del tránsito confluyen en horas críticas donde el control reduce su presencia.
El dato sobre infracciones es quizás el más revelador de todos: el 58.81% de las violaciones de tránsito está asociado a comportamientos que ponen en riesgo la vida. Esto no es falta de leyes; es falta de valores cívicos, falta de educación y, sobre todo, falta de consecuencias. En República Dominicana, la cultura de “todo se resuelve” continúa siendo una sentencia de muerte para miles.
La solución, sin embargo, no es imposible. Implica un rediseño profundo: políticas de movilidad más inteligentes, mayor inversión en transporte colectivo, controles estrictos y constantes, campañas de educación vial que lleguen a las escuelas, sanciones efectivas y un compromiso político real con proteger la vida. No podemos seguir dependiendo de operativos esporádicos o de campañas que se evaporan después de cada tragedia.
El informe de la ONE debe ser más que un registro estadístico: debe ser una llamada a la acción. Mientras sigamos aceptando estas cifras como parte del paisaje nacional, seguiremos perdiendo a nuestros jóvenes en un ciclo que ya es urgente romper. La seguridad vial no es solo un desafío técnico: es, ante todo, un compromiso moral.



