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Juan Bosch y el carnaval de los traidores

Por Ramón Peralta

Opinión. Lunes, 30 de Junio, 2025

La mañana del 30 de junio, víspera lúgubre del 116 aniversario del insigne maestro de la moral y la ética, Juan Bosch, desperté a las 5:16 con un sobresalto que no provenía del cuerpo, sino del alma. Me senté frente a la computadora a las 5:29, aún con el recuerdo intacto casi punzante de aquel otro 30 de junio de 1996, cuando la obra cumbre del maestro, su partido, alcanzó por vez primera el poder… solo para ver, poco después, cómo su cúpula mutaba en bestia voraz, alterando los estatutos con la velocidad del rayo y el hambre del chacal.

Mientras mis dedos golpeaban las teclas, el cielo se tornó grisáceo, sombrío, como si llorase en lugar de reír; una tristeza de nubes densas, cargadas de la amargura de un espíritu noble que entregó su vida a la patria, al orden, a la honradez, a la educación integral. Las primeras gotas, finas como lágrimas, comenzaron a caer. Pero no eran gotas,  eran los suspiros de un legado traicionado.

Mi mente, como atraída por un imán de ultratumba, se posó en aquel domingo fatal de octubre de 2019, cuando la envidia, disfrazada de renovación, impuso desde el poder a un candidato hueco. Un ser incapaz de articular siete palabras seguidas, elevado sobre un intelectual probado, simplemente porque el dedo del poder así lo quiso. El partido que debió educar a sus miembros en el servicio y el pensamiento cayó, como un cuerpo sin alma, en las garras de la ignorancia institucionalizada.

El escándalo no sorprendió a la sociedad. Ya antes, desde ese mismo gobierno, se había traído un narcotraficante para arrastrar por el lodo la imagen del legítimo heredero del maestro. Era una obra macabra escrita con tinta de odio.

Las gotas se volvieron espesas. El cielo, más oscuro. El otrora poderoso partido no era más que un colmadito quebrado, un amasijo de rumores, intrigas y corrupción liderado por un jefe acomplejado, mordido por el rencor. El color verde que un día inspiró esperanza era ya un tono mohoso, plagado de improvisación, sin norte ni estructura. Un congreso electoral inconcluso erosionaba los cimientos del partido como el agua socava la piedra más dura.

Ambos partidos el viejo y el nuevo han maltratado el legado del maestro. Sus representantes en los ayuntamientos más populosos del Gran Santo Domingo se comportan como ciegos guiando a otros ciegos. Han perdido el rumbo y desdeñan el poder municipal, al que Duarte otorgó el rango de piedra angular de la Nación.

Hoy, en la capital de la República, los regidores de ambos bandos bailan al ritmo de una alcaldesa cuya única brújula es la farándula. Mientras ella danza como chancleta alegre, las calles se inundan con cada llovizna, y los barrios suplican por dignidad. En el oeste, los concejales, en vez de fiscalizar, se postran como subalternos ante un alcalde que lleva la inmoralidad a las escuelas a través de una tal «Profezorra». En el norte, la improvisación ha convertido un municipio limpio en un muladar de promesas rotas. Y los regidores callan… callan como tumbas que guardan secretos impuros.

Desde mi casa, a más de cien kilómetros, escuché los quejidos del maestro desde su tumba. Una tristeza sorda y persistente. El país que soñó ha sido secuestrado por el pragmatismo grotesco: “todo se vale”, mientras haya dinero. Hoy, las jóvenes sueñan con capos o tarjeteros, y los barrios adoran a los dueños de puntos de droga como si fuesen redentores oscuros.

Mientras escribía, mis ojos se encontraron con un video: un camión cargado de cervezas volcado en una carretera. No hubo auxilio, no hubo humanidad. Solo saqueo. Como hienas en carnaval, hombres y mujeres se abalanzaban, robando hasta a los heridos. Una embarazada cruzó la vía con una caja sobre el vientre, como si acunara el futuro mismo… pero un futuro torcido.

Mis dedos se negaban a escribir las siglas de aquellos partidos. Era como si el propio espíritu de Bosch me lo prohibiera. El primero, de color lila, es hoy el feudo de un tirano rencoroso. El segundo, de verde esperanza, es manejado por viejos que se niegan a ceder paso a la juventud. Ninguno es sombra del árbol que plantó el maestro.

Frente a mi vieja laptop, sentí un escalofrío. Un zumbido imperceptible comenzó a lacerarme el oído. Era un sonido venido de otro mundo, como si las piedras lloraran. Tal vez eran los quejidos del maestro, queriendo alzarse desde la tumba, flagelando con su impotencia los rincones del alma nacional.

Cerré los ojos y lo vi: su figura emergía entre la niebla, látigo en mano, señalando la dirección del partido verde. Su dedo tembloroso acusaba el caos, el congreso electoral eterno, el pantano de intrigas, el regreso de los vicios del pasado. Del otro lado, el partido lila, antaño majestuoso, era ahora dirigido por un carnicero que trataba a sus dirigentes como reses… y ellos, en lugar de huir, aplaudían el afilado cuchillo.

Temblando, escribí desde el oriente de la capital. Un municipio gobernado por un comerciante de la fe, de pelo engrasado y teñido con tinte caro. Su administración era una caverna: compras dudosas, las calles con cajas como ataúdes convertidas en cementerios,  en la acera contenedores como nidos del vicio y la delincuencia.

Pero no logré terminar la frase. Un apagón repentino, violento como un exorcismo, sacudió la casa. El inversor explotó con un ruido seco y definitivo. No era un fallo eléctrico. Era la voz del maestro. Una pregunta desgarradora que se alzaba desde la eternidad:
¿Dónde están los fiscalizadores? ¿Dónde está la oposición?

Apagué la laptop con el alma encogida. No podía responderle que esos fiscalizadores se habían convertido en Judas, vendiendo principios por prebendas. No podía confesarle que, en mi municipio, el alcalde gobernaba sin ley, sin contralor, con una subalterna que fingía serlo, legalizando el caos. No podía decirle que los regidores, despojados de dignidad, se arrastraban por el suelo para lamer la bota del poder.

Entonces, comprendí la maldición.

El maestro no descansa. Y mientras no lo hagamos nosotros, tampoco lo hará él.

 

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