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La Ciudad Prohibida

Por Ramón Peralta

Opinión. Miercoles, 14 de Mayo, 2025

Durante años, él la imaginó como se imagina lo que nunca se ha tenido: con una mezcla de fe y delirio. La veía a lo lejos, como se ve La capital de la diplomacia desde el otro lado del lago, con sus jardines impecables, su silencio ordenado, su elegancia tan perfecta que dolía. Así era ella: inalcanzable, rodeada de leyes invisibles y misterios que no se explicaban, pero se sentían.

La llamaba, en su soledad, la ciudad prohibida. No por maldad, sino porque todo en ella parecía diseñado para no ser tocado.

Tres semanas atrás, por un accidente afortunado de la vida o una conspiración de los dioses menores, él consiguió una visa efímera, como los permisos que se conceden a los forasteros para ver desde lejos lo que nunca podrán poseer. Viajó hasta aquel país solo para tenerla cerca una hora, apenas una hora alrededor de su luz. No más.

La experiencia lo trastornó. Verla tan cerca  casi al alcance del alma  lo hizo perder la cabeza. Se sintió como un contrabandista del amor, cruzando límites que no debía, caminando torpemente en la periferia de su presencia. Temía que alguien lo descubriera, que una fuerza divina o humana lo detuviera por acercarse más de lo permitido. Pero nadie lo detuvo. Nadie lo juzgó. Ella, como La ciudad de la paz, se dejó mirar, se dejó respirar  pero sin penetrar en ella..

Cuando estuvo a punto de avanzar hacia su centro, ese centro donde habita el alma y la ternura secreta de una mujer,  lo paralizó el miedo. No el miedo a la cárcel ni al castigo, sino el miedo a arruinar lo perfecto, a ser indigno de su belleza. Supo, como lo saben los hombres marcados por la edad y el arrepentimiento, que algunas ciudades solo pueden soñarse, no vivirse.

Ahora, con la visa vencida, con el pasaporte sellado por la nostalgia, vive condenado no por haberla rozado, sino por no haber entrado. Porque al final no fue la ley lo que lo detuvo, sino su propia cobardía.

Llora, pero no por ella. Llora por él. Por no haberse atrevido. Por no haber abierto la puerta de la pasión  sabiendo que quizá lo habrían echado o apaleado, pero también quizá lo habrían dejado entrar.

Y es que, al final de la vida, uno no se arrepiente de las veces que fue rechazado ni de los pecados cometidos,  sino de las veces que no se atrevió a cruzar la frontera del deseo. Ella su ciudad prohibida, sigue allá, intacta, como La ciudad de los lagos y la elegancia que en el viejo continente  se ve perfecta, lejana, inviolable. Y él, sin visa, sin regreso, sin consuelo, la recorre cada noche en sus recuerdos, como un turista de lo imposible.

Un turista imposible, esqueleto errante de un deseo no consumado, sobrevive a la distancia en una ciudad distinta: un paraje macabro y envenenado, donde el aire mismo es una letanía de podredumbre. Allí, las calles se ahogan en un caos pestilente, infestadas por cajas hediondas que vomitan desorden y ruina; reductores que no aminoran el paso, sino que lo siembran de sangre y muerte; y contenedores fétidos que, como tumbas abiertas, exhalan plagas invisibles y enfermedades antiguas. Esa ciudad ya no símbolo de esperanza, sino ruina viviente yace gobernada por un tirano impío, un simulacro de hombre que, cubierto con los harapos de la devoción, se burla de los vivos y ultraja a los muertos. Rinde culto a la sombra, y bajo su manto corrompe y blasfema… diciendo, sin temblor en los labios, que gobierna  en nombre de Dios.

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