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La ciudad viva la ciudad detenida

Por: Marcos Antonio. Martínez

Opinión. Miercoles, 22 de Octubre, 2025

A través de la historia, las ciudades han nacido por la actividad del ser humano en el territorio, dándole forma y función relacional en la recreación de su vida diaria.

Hoy, mientras escribo este artículo desde mi oficina de trabajo en el Distrito Nacional, una de las señoras que colabora con la limpieza de la oficina me dijo:

“Usted está aquí. Bueno, yo vine porque soy responsable. Pero la verdad es que, si hubiera transporte bueno, de calidad, no solo yo hubiera venido, sino todos los que trabajan aquí, porque muchos no tienen carro, no hay transporte público bueno… y la ciudad se inunda.”

Esa frase sencilla resume una verdad profunda: la ciudad no se detiene solo por los fenómenos naturales, sino por las fallas humanas que la dejan sin movilidad y sin latido.

La aparición de las ciudades y las urbes, con altas dinámicas territoriales —social, económica, política y medioambiental—, las convierte en centros activos del crecimiento y desarrollo del país a que correspondan.

Un crecimiento de la dinámica económica, sin menoscabo de las demás, sustenta la productividad del día a día, el quehacer de cada hombre, desde el más encumbrado empresario hasta el más simple ciudadano que sale a producir el pan de cada día para su familia.

La ciudad es y debe ser activa y viva.

Las urbes no son entes inmóviles. Son respiración, movimiento, voces, rutas, sueños que se cruzan. Cada ciudad late en su gente, en el tránsito, en los mercados, en las oficinas, en los talleres. La ciudad es el pulso visible del país.

Cuando la ciudad vibra, la nación crece. Pero cuando la ciudad se detiene, algo más profundo se paraliza.

Como recordaba Manuel Castells (1996), vivimos en una “sociedad de flujos”, y cuando esos flujos se interrumpen, el espacio de los lugares se queda sin pulso.

Y eso es exactamente lo que ocurre en un día en el Gran Santo Domingo y en el país detenidos.

Cuando una ciudad se detiene, se detiene todo. Se detiene el crecimiento, y hay grandes pérdidas.

¿Se han calculado las pérdidas diarias cuando nuestra ciudad se detiene?

¿Se ha pensado lo que implica la productividad detenida cuando una ciudad se detiene?

Y me dirán que la tecnología permite el trabajo a distancia, pero hay trabajos que requieren la presencia del ser humano.

La educación en línea es buena, y sin duda forma parte del futuro al que debemos adaptarnos.

Pero en la enseñanza, la esencia del contacto y la presencia entre profesor y alumno es insustituible.

La calidad del vínculo emocional que se produce en el aula es fundamental, porque no se trata solo de transmitir conocimientos, sino de acompañar y despertar el potencial de urbanidad ciudadana y la absorción, por parte del estudiante, del modelo de ciudadano que es y debe ser su maestro, hasta instalarlo en su imaginario.

Y un día perdido, una semana perdida, es una pérdida para el futuro de la ciudad, del país y del ciudadano, que no se recupera.

Un informe del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD) señala que el Gran Santo Domingo representa más del 40 % del PIB nacional.

Si el país produjo cerca de US$124 mil millones en 2024, una paralización total de la capital por un solo día podría significar una pérdida de más de US$130 millones diarios.

Eso explica lo que pasa cuando el país entero se detiene.

Según la CEPAL, el huracán Fiona (2022) generó pérdidas equivalentes a US$1.04 millones por día, mientras que el huracán Georges (1998) representó aproximadamente US$4.8 millones diarios en daños económicos.

Y aunque no todas las pérdidas se cuentan en cifras, cada día detenido deja una huella que no se recupera del todo.

No es que entendamos que las acciones preventivas decididas por las autoridades competentes para la suspensión de actividades sean incorrectas; preservan la vida, el mayor valor intrínseco de un país.

Por el contrario, las comprendemos las valoramos y aprobamos

Pero esta suspensión no sería necesaria si previamente se hubiesen hecho —o se hicieran de manera sostenida— las tareas que permitan que la ciudad funcione incluso en medio de los fenómenos naturales.

Cada instancia del Estado debe asumir su papel: el municipio en su gestión del territorio, las oficinas de infraestructura en la previsión técnica y las entidades públicas en la coordinación responsable de las soluciones.

Cuando cada quien cumple su función, la prevención deja de ser reacción y se convierte en planificación.

Por lo tanto, me pregunto: ¿Hasta cuándo?

¿Hasta cuándo asumiremos los estudios técnicos que existen por montones sobre nuestra ciudad?

¿Hasta cuándo haremos las inversiones necesarias, progresivamente, para que la ciudad tenga la infraestructura suficiente que evite su paralización?

¿Hasta cuándo los drenajes pluviales estarán en las condiciones exactas y necesarias?

Porque en la Zona Colonial de Santo Domingo existe un sistema de drenaje concebido en los inicios del siglo XVI, diseñado en proporción al tamaño de aquella ciudad, y que todavía hoy demuestra su eficiencia y eficacia funcional, a la igual condición de funcionalidad tiene el sistema de drenaje pluvial de Ciudad Nueva, en el Distrito Nacional

Si en aquel tiempo fue posible pensar una infraestructura que sirviera con precisión a las necesidades urbanas, ¿por qué nuestra ciudad actual, con todos los avances tecnológicos y estudios disponibles, no ha sido definida con claridad en sus intervenciones para dotarla de sistemas de drenaje modernos y seguros que garanticen la protección del ciudadano?

Como escribió César Pérez Núñez (2014), la ciudad dominicana “refleja una crisis urbana y un problema de gobernabilidad que exige una nueva visión de gestión municipal”.

Y en esa misma dirección, Sergio Boisier (2001) afirmaba que “el desarrollo es, ante todo, una construcción social”.

Ambos coinciden en una verdad esencial: la ciudad no se sostiene sin conciencia territorial, sin planificación ni sin el respeto a la interdependencia humana que la hace posible.

La ciudad no es un conjunto de calles ni un amasijo de edificios.

Es una construcción social territorial colectiva de millones de acciones humanas entrelazadas.

Es ahí donde el real significado del ordenamiento territorial adquiere su valor: no en ordenar el territorio en su aspecto físico-espacial-estructural, sino en crear un equilibrio funcional de las interacciones y la liberación de las tensiones propias de dichas interacciones, creando las condiciones en los servicios y sistemas de servicios públicos territoriales.

Esa complejidad exige orden, previsión, respeto al territorio, planificación técnica y visión de futuro.

Porque cuando la ciudad se detiene, se detiene todo: se detiene el progreso, se detiene el crecimiento, se detiene el país

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