Opinión. Martes, 18 de Noviembre, 2025
La envidia acompaña a la humanidad desde sus orígenes. Aristóteles la definió como “el dolor causado por la fortuna de otros”, y desde entonces ha sido señalada como una emoción que desgasta, divide y oscurece las relaciones humanas. Las religiones la incluyen entre los pecados capitales; la filosofía la describe como un vicio del alma; y la psicología moderna la estudia como el resultado de comparaciones sociales que, cuando se viven como injustas, deterioran la autoestima y contaminan el entorno.
Sin embargo, no toda envidia es igual. La experiencia cotidiana ha incorporado una distinción popular que no carece de sabiduría: la famosa “envidia de la buena”. Esa que surge al admirar logros ajenos y que, lejos de desear la caída del otro, inspira a superarse. Esta diferenciación expresa con sencillez lo que la investigación contemporánea describe como envidia benigna frente a envidia maliciosa (Peixoto et al., 2021; Lange & Crusius, 2015). La primera estimula la emulación sana; la segunda empuja al resentimiento, la descalificación y, en ocasiones, al sabotaje.
En la vida cotidiana, ambas formas se manifiestan con claridad. La envidia maliciosa suele aparecer cuando el ascenso de un compañero de trabajo genera rumores, campañas de descrédito o intentos de obstaculizar sus logros. Es la emoción que desea, en el fondo, que al otro le vaya mal. En cambio, existe también una envidia colectiva o “de la buena”, visible cuando una comunidad entera se anima ante el éxito de uno de los suyos: el barrio que celebra al joven que gana una beca internacional, la escuela que se enorgullece de su mejor estudiante o el país que reconoce a un atleta como símbolo de posibilidad. En esos casos, el logro ajeno eleva, inspira y empuja a la superación compartida.
La anatomía de la envidia
En su raíz, la envidia maliciosa combina deseo y resentimiento: quien envidia no solo quiere lo que otro tiene, sino que interpreta ese logro como una afrenta a su propia valía. Por eso duele, hiere y, si no se gestiona, se vuelve corrosiva.
Sus manifestaciones más comunes son conocidas: minimizar los éxitos ajenos, sembrar rumores, desacreditar, restar mérito o alegrarse de las pérdidas del otro. En contextos sociales marcados por escasez y desigualdad, la envidia se convierte en una barrera poderosa contra la cooperación, sustituyendo la solidaridad por sospecha y rivalidad.
Las organizaciones tampoco escapan. Estudios recientes muestran que la envidia deteriora la cohesión, reduce la productividad e instaura climas de competencia desleal. Entre grupos profesionales, incluso en la academia, surgen los llamados “celos académicos”, tensiones que erosionan la ética y paralizan la creatividad.
Cuando la envidia se mezcla con otros defectos
Rara vez la envidia actúa sola. La acompañan otras fragilidades humanas:
• La incompetencia, que convierte los límites propios en resentimiento.
• La avaricia, que alimenta un deseo insaciable y comparativo.
• La mediocridad, que lleva a despreciar lo que no se está dispuesto a construir.
Juntas forman un círculo vicioso: en vez de concentrarse en crecer, las personas envidiosas dedican energía a vigilar, disminuir o impedir el crecimiento de otros. Y al hacerlo, se hunden más en su propia frustración.
La oportunidad escondida: la “envidia de la buena”
Aunque socialmente se perciba como un veneno moral, la envidia también puede ser un espejo revelador. Cuando en lugar de resentimiento produce admiración, cuando en vez de hundir impulsa, aparece esa “envidia de la buena” que tantos mencionan de forma coloquial sin saber que encierra un enorme potencial educativo, emocional y social.
Transformarla implica tres giros fundamentales:
1. Convertir la comparación en inspiración.
Si otro ha logrado algo valioso, es señal de que es posible. La envidia se vuelve brújula, no arma.
2. Cultivar la gratitud.
Quien agradece lo que tiene no mutila su energía mirando lo ajeno.
3. Fortalecer la autoconfianza.
El éxito de otro no limita el propio; al contrario, puede iluminar caminos.
Desde el liderazgo —especialmente desde un liderazgo trascendente— la misión es doble: reconocer la envidia como emoción humana inevitable y, a la vez, canalizarla hacia la colaboración, la excelencia y el crecimiento colectivo. Los líderes que cultivan ambientes de reconocimiento mutuo, transparencia y empatía reducen el terreno fértil donde la envidia maliciosa crece.
Conclusión
La envidia es una emoción universal, antigua y ambivalente. En su versión corrosiva destruye relaciones, contamina instituciones y alimenta rivalidades que fraccionan a las sociedades. Pero cuando se transforma en “envidia de la buena”, puede convertirse en una energía poderosa: un motor de aspiración, gratitud y crecimiento personal y colectivo.
La clave está en comprenderla, no en negarla. Allí donde se promuevan culturas de reconocimiento, colaboración y mentalidad de crecimiento, la envidia deja de ser un veneno silencioso para transformarse en una fuerza movilizadora. En ese tránsito —del resentimiento a la admiración, del celo al impulso, del dolor a la posibilidad— la envidia revela su otra cara: la capacidad humana de convertir emociones oscuras en oportunidades de elevarse.
El autor es educador, consultor, activista social y político; pasado ministro de Educación y Fundador-CEO del Instituto del Futuro