Opinión. Viernes, 13 de Junio, 2025
En países con industrias cinematográficas maduras, las adaptaciones de novelas son parte del ciclo natural entre arte y mercado. La literatura alimenta el cine y viceversa. Estados Unidos convirtió a El Padrino de Mario Puzo en mito popular universal. Francia ha adaptado desde Boris Vian, hasta Annie Ernaux. México ha filmado a Rulfo, Laura Esquivel, Jorge Volpi. Argentina ha llevado al cine a Bioy, Saer, Samanta Schweblin y Manuel Puig. Y en Colombia, El amor en los tiempos del cólera y El coronel no tiene quien le escriba tuvieron su versión fílmica. En Brasil a Paulo Lins lo inmortalizaron con Ciudad de Dios. Perú adaptó a Vargas Llosa. La lista podría ser tan larga como tener que esperar transporte público en la Duarte con París Villa Duarte/Mameyes.
Mientras, en República Dominicana seguimos filmando comedias de enredos o thrillers con más nada que balas —parece que se las dan gratis—. Más de 400 películas dominicanas se realizaron entre 2019 y 2023 (Acento, 2023). De unas 500 películas rodadas con ley de cine, solo diez son adaptaciones de novelas. Podemos citar las siguientes:
La tragedia Llenas: un código 666, basada en la novela La tragedia Llenas de Ángel Lockward. Biodegradable, basada en la novela Una rosa en el quinto infierno de William Mejía. La otra Penélope, basada en la novela homónima de Andrés L. Mateo. Papi, basada en la novela Papi de Rita Indiana. Mis 500 locos, basada en la novela homónima del Dr. Antonio Zaglul. Candela, basada en la novela Candela de Rey Andújar. Incluyo a la lista dos producciones que no son novelas, sino cuentos, pero los resultados en metraje me obligan a incluirlas: Flor de Azúcar, basada en el cuento La Nochebuena de Encarnación Mendoza de Juan Bosch y La Gunguna, basada en el cuento Montás de Miguel Yarull. Igual que El carnaval de Sodoma de Pedro Antonio Valdez adaptada por el mexicano Arturo Ripstein y En el tiempo de las mariposas de Julia Álvarez, adaptada por Mariano Barroso. Las incluyo a sabiendas de que, aunque son novelas dominicanas, no tienen nada que ver con la ley de Cine. Y como sabemos, el presidente no llegó a firmar la nacionalidad de Vargas Llosa.
Y la más reciente, motivo de este texto: Libélula, basada en la novela La Libélula de René Peguero.
Si calculamos, podemos ver que menos del 2 % de las más de 500 películas dominicanas realizadas en el marco de la Ley de Cine, son adaptaciones de novelas dominicanas.
2 %. No más.
Un dato alarmante si se considera la riqueza narrativa de nuestra literatura. Es como si el cine nacional se negara a trabajar con el potencial creativo y simbólico que esta ofrece. ¿Será que nuestras novelas no son dignas de ser adaptadas o será que los cineastas no toman el tiempo de leerlas? ¿O será que nuestro cine, aunque apoyado por la Ley 108-10, sigue siendo un club exclusivo de yoes que no quiere contar historias ajenas?
Pa´llá fuera se entiende que las grandes novelas —aunque no sean éxitos de ventas— contienen lo que algunos guionistas no pueden fabricar: profundidad. El cine se nutre de la literatura porque encuentra allí complejidad emocional, conflictos, estructuras narrativas eficientes, lenguaje poético, personajes redondos. Las adaptaciones de novelas podrían elevar el listón narrativo y técnico forzando a la industria a mejorar en actuación, guion, dirección de arte, música y montaje. Adaptar una novela implica que quien guioniza dialogue con la voz de un autor o autora, lo que puede generar versiones cinematográficas más complejas, elaboradas y profundas.
En mi tesis de licenciatura en Publicidad: Análisis de las campañas publicitarias audiovisuales de las películas dominicanas realizadas bajo el amparo de la ley de cine en el periodo comprendido entre el 2017/2019 Caso Carpinteros —Madre mía, qué título tan largo—, pudimos concluir, entre otras cosas, que el cine dominicano goza de una Ley de Cine generosa. Que se han producido más de 500 películas nacionales, gracias a incentivos fiscales y al apoyo institucional. En la investigación vimos que se firman convenios, que se celebran estrenos, se reciben fondos. Sin embargo, la distribución y exhibición de estas películas han enfrentado obstáculos significativos. Las salas se quedan vacías y muchas de las películas no duran ni una semana en cartelera. En un panel organizado por el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), la cineasta Violeta Lockhart subrayó la necesidad de incluir gastos de distribución y promoción como parte de los incentivos fiscales, señalando que, sin un respaldo en esas áreas, muchas producciones de calidad no logran llegar a un público amplio. Vimos que la ley de cine apoya, pero no exige. No exige profundidad, ni impacto, ni circulación. No hay un fondo ni estímulo que vincule el cine con la literatura nacional. Es decir, si alguien quiere adaptar una novela dominicana, lo hace por amor al arte o, mejor dicho, por puro acto de fe. El resultado es un cine que quiere alejarse de las películas de Robertico, pero no logra acercarse a nadie más.
Y hay que decirlo, aunque no sea el tema: vivimos en un país donde hay una sola gran cadena de distribución de cine y una sola librería de referencia nacional. En 2024, Diario Libre reportó que Caribbean Cinemas absorbió a las principales salas (Sambil, Multiplaza, Palacio del Cine…), consolidando de facto una posición dominante en el país. Una sola cadena de cines que decide qué se rueda, qué se ve y qué no.
¿Cómo hablar de desarrollo cultural si el acceso a los libros y al cine (bienes culturales del país) está restringido, monopolizado, encarecido por un solo grupo? ¿De qué sirve producir cine si sólo se exhiben las películas que pasan por un embudo comercial? ¿De qué sirve escribir si el canal para que tus libros lleguen a manos del lector es único, cerrado y costoso? Si una novela dominicana apenas ha sido leída por cien personas, ¿qué podría motivar a un productor a convertirla en película? La falta de lectores podría convertirse en una excusa perfecta para no arriesgarse. Pero esa excusa también es una consecuencia del mismo sistema que margina la literatura y empobrece la calidad de las películas.
¿Por qué nuestros directores prefieren escribir su propio guion —aunque sea flojo—, dirigir, producir, editar y hasta actuar en sus películas, creyéndose Almodóvar o Tarantino, en lugar de adaptar una buena historia ya escrita? ¿Porque al menos es «suyo» y así no tiene que compartir crédito, ego y dinero? El crítico y escritor Armando Almánzar fue contundente al afirmar en una entrevista que le hicieran en el Listín Diario en febrero del 2012, titulada: Cineastas de RD se creen autosuficientes. Ni siquiera van al cine; ni a los festivales de cine van, en esta entrevista dijo que: Los cineastas quieren pichear, batear, y coger la bola al mismo tiempo… quieren hacerlo todo en la película… Una declaración cruda que evidencia la desconexión entre cineastas nacionales y las prácticas culturales necesarias para adaptaciones literarias de calidad.
Y es aquí el motivo de este texto.
No todo está perdido.
Hay al menos diez corazones. Corazones que se ofrecen para ser excepciones. Luces de artistas que leen, escriben y dirigen. La más reciente de las adaptaciones de la novelística dominicana es Libélula. En tiempos donde muchas adaptaciones literarias se limitan a ilustrar con pasividad la trama original, Libélula optó, por lo contrario: dialogar con la novela de René Peguero desde el lenguaje del cine y tal vez del teatro, no desde la obediencia literal. La película dirigida por Ronni Castillo —con un guion trabajado junto a Junior Necro— tomó decisiones radicales. Lo que en la novela era el extenso monólogo femenino, con un montón de personajes y locaciones, aquí se vuelve un diálogo extraño, íntimo y perturbador. Un hombre y una mujer encerrados en un cuartucho que podría estar en cualquier lugar, o en ninguno. Solo en sus cabezas. Quizás en las nuestras. Cualquier adaptación convencional habría intentado mostrarlo todo: el Cibao dominicano, el Nueva York de los años 80, las fiestas de boda amañada, las despedidas, las parejas del personaje…