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Opinión. Jueves, 10 de Octubre de 2024

La sociedad de estúpidos

Por Ramón Peralta

En un tiempo sombrío, en un país que languidecía bajo el yugo de la ignorancia, se erguía un presidente cuya ceguera era tan grande que incluso su propio hermano, un hombre de oscuros tratos, se elevaba como el principal proveedor del gobierno. Nadie, ni los más cercanos a su círculo, se atrevían a revelarle tal verdad; era, de hecho, el rey de una corte de necios. El presidente, simulando ignorancia, se comportaba como un Pilato moderno, lavándose las manos de toda culpa, mientras la verdad se deslizaba a su alrededor como una sombra inquietante.

En este reino de locura, el presidente, en un arranque de demencia, impuso a su hermana en la presidencia de la cámara de diputados, un acto que debiera haber escandalizado hasta el más insensible de los ciudadanos. Sin embargo, los habitantes, sumidos en una aceptación casi fatalista, aplaudían su decisión con fervor, como si un dios hubiera descendido para otorgarles un favor.

Era un tiempo en que los juramentos se hacían en vano. El presidente, que una vez había jurado por Dios no volver a aspirar a su puesto, militarizó el Congreso, sus intenciones tan claras como la tormenta que se avecinaba. Sin embargo, una llamada de un alto funcionario del país más poderoso del mundo interrumpió sus oscuros designios, y lo obligó a desistir, aunque no sin antes ser consumido por una ira rencorosa.

Despojado de sus ambiciones, y en un acto de venganza maquiavélica, eligió como su sucesor a un hombre cuya mente se había perdido en los laberintos de la locura, un retrasado que no comprendía ni su origen ni su destino. De esta forma, condenaba al pueblo a ser gobernado por un enajenado, un cruel castigo por la insolencia de su falta de discernimiento.

El sucesor del presidente rencoroso, un hombre de mente vacía, fue derrotado por un candidato surgido entre las protestas de los ricos. Estos, temerosos de su propia ruina, prefirieron a un extraño: un descendiente de Ismael, hijo de Abraham y Agar, en lugar de un nacional incapaz.

Así, el heredero del desierto emergió un nuevo presidente que asumía el poder, una nueva oscuridad comenzaba a cernirse sobre la nación, presagiando otro ciclo de locura y desilusión, mientras el pueblo en su ignorancia sonreía con la esperanza de una nueva prosperidad.

En esta sociedad de estúpidos, se alzaban las voces que aplaudían las subidas de impuestos, mientras el presidente y su familia mantenían su fortuna en tierras lejanas, lejos del alcance de las garras fiscales. El Gobierno, un titiritero de ilusiones, tomaba préstamos sin medida, superando la suma de todos los gobiernos anteriores, mientras los habitantes de ese pueblo colocado en el mismo trayecto del sol aclamaban su «buena gestión» como si fueran ellos los favorecidos por el destino.

Los dólares fluían, pero las obras eran sombras en el horizonte. El pueblo, ignorante de la naturaleza de tales préstamos, se ahogaba en una reforma fiscal que asfixiaba a la clase media y dejaba a los más pobres al borde del abismo. En un acto grotesco, el presidente anunciaba masivos operativos de deportación, mientras nombraba a una defensora de los inmigrantes para guiar el concejo de migración. La hipocresía se erguía como un monumento en la plaza pública, mientras las voces de protesta se alzaban contra los extranjero, tenían un su casa una inmigrante que cuidaban de los hijos de aquellos que clamaban.

La ciudad se marchitaba bajo la corruptela. El alcalde, encargado de proteger el espacio público, se convertía en el principal usurpador, llenando las calles con contenedores de basura que simbolizaban su desprecio por el orden. Aquellos que debían vigilar su conducta se humillaban ante él, como sombras de un poder que había dejado de existir.

En una sociedad en la que los valores culturales se perdían como si fueran cucarachas en un gallinero el alcalde convertía su principal monumento histórico en un festín para el desenfreno y el licor. Los regidores, en lugar de demandar justicia, participaban en la bacanal, alimentando su propia avaricia.

En esa sociedad de estúpidos, un viejo, cansado por el inexorable paso del tiempo, se ve sumido en una oscura reflexión. Se pregunta si vale la pena sacrificar sus últimos días por una ciudad que desmorona bajo la risa de quienes deben cuidarla, o si, en cambio, debería buscar la efímera felicidad que promete el sendero de la conformidad. Sin embargo, en su corazón, la duda se agita como una sombra, pues sabe que al seguir a la multitud, podría estar contribuyendo, sin querer, a un futuro de enajenación moral, cultural y social, donde la esencia del ser se perdería entre los ecos de la mediocridad. Pero al final sabe que si lucha lo hará en vano porque vive en una sociedad donde todos se hacen los estúpidos para sobrevivir en una selva donde el que no aplaude el sistema, queda condenado a morir como un estúpido que quiso enfrentar al monstruo de siete cabezas.

 

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