Opinión. Miercoles, 25 de Septiembre de 2024
Alfredo Cuevas Feliz llegó la noche del 23 de septiembre a Santo Domingo, procedente de Madrid, España, con el anhelo de pasar una semana en compañía de sus amigos de infancia, aquellos que aún permanecían en su pueblo natal de Vicente Noble. Sin embargo, antes de emprender el camino hacia aquel lugar entrañable, decidió que primero debía cumplir con un deber impostergable: el 24 de septiembre, día de la Virgen de las Mercedes, visitaría la tumba de su abuela en Santo Domingo Este.
El dolor lo atravesaba al recordar que, cuando la mujer que más amó en este mundo falleció el año anterior, no pudo regresar al país para despedirse de ella. Aquella mujer, que lo crió con más amor que una madre, se había marchado sin que él pudiera brindarle el último adiós. Su madre biológica no era más que una sombra en su memoria, pues cuando Alfredo apenas tenía dos años, ella fue asesinada por el hombre con quien estaba casada. Al descubrir que el niño no era su hijo, sino fruto de una infidelidad con un guardia, el hombre cometió el acto atroz, sellando con sangre el destino de la joven madre. Ni siquiera ella supo el nombre de aquel con quien había compartido, en un arrebato de pasión, la semilla de una vida.
Aunque no pudo asistir al entierro de su abuela, Alfredo envió el dinero necesario para asegurar que le dieran un funeral digno en Vicente Noble. Sin embargo, los familiares que se encontraban en el país decidieron enterrarla en el cementerio Cristo Salvador de Santo Domingo Este, alegando que el lugar era bien cuidado y que el ayuntamiento se encargaba de mantenerlo en un estado de limpieza impecable.
La mañana del 24 de septiembre amaneció soleada, como si el mismo cielo invitara a sumergirse en las aguas frescas de un balneario o disfrutar de los placeres de la playa. Pero Alfredo sentía que, antes de entregarse a cualquier deleite, debía cumplir con la promesa de visitar la tumba de su abuela.
A las nueve y media de la mañana, acompañado de dos familiares que asistieron al entierro, llegó al cementerio. Pero al atravesar las puertas de aquel lugar que había sido descrito como pulcro y ordenado, una escena dantesca se desplegó ante sus ojos. El camposanto se había convertido en una espesura lúgubre, donde la maleza crecía salvaje y amenazante, alzándose como arbustos siniestros, guaridas de sombras desconocidas.
La búsqueda de la tumba fue una odisea. El calor implacable caía sobre ellos como el fuego infernal del desierto del Sahara, sofocando hasta el último aliento de esperanza. Las horas pasaban lentamente, cada minuto parecía alargarse en una eternidad agónica. Cuando la noche comenzaba a desplegar su manto oscuro, Alfredo, abatido, se rindió. Con voz quebrada por la impotencia, murmuró: «Es más fácil hallar la tumba de Cleopatra o Marco Aurelio que la de un dominicano en el cementerio Cristo Salvador de Santo Domingo Este».
Con el alma cargada de desolación, regresó a la casa de su prima. No poder encontrar la tumba de su abuela lo atormentaba. Aquella noche, el sueño le fue esquivo. Un hedor nauseabundo invadía la casa, producto de un contenedor de basura instalado a apenas 150 metros de la vivienda. A media madrugada, como si estuviera poseído por un impulso incontrolable, Alfredo se levantó, caminando como un sonámbulo, hasta la habitación de su prima Hortensia. Golpeó suavemente la puerta y, cuando ella abrió, con los ojos aún entumecidos por el sueño, Alfredo le preguntó el nombre del alcalde.
«No puedo irme a Vicente Noble sin antes ver al alcalde Dioris Anselmo Astacio», dijo, su voz cargada de una decisión irrevocable. «Debo exigirle que declare en estado de emergencia el cementerio Cristo Salvador de Santo Domingo Este».