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¿Qué pasó?

Por Ramón Peralta

Opinión. Martes, 23 de Septiembre, 2025

Este es un fragmento de uno de los 26 relatos incluido en mi próximo libro ‘’El voto de los que se fueron’’

Mientras el vocero, un hombre enérgico y terco como un potro salvaje, se aferraba a la convicción de que la conspiración del catorce de septiembre no era más que una prueba bíblica, un espejo de emociones humanas desbordadas como la envidia, el rencor y la ira silenciada por años, el viejo estratega encorvado por la edad pero no por el olvido leía con gesto grave los titulares de un periódico local. En esas líneas de la pantalla de un celular barato volvió a ver la sombra de aquel conjuro de los mediocres que alguna vez creyó disipado.

A principios del año 2023, el nuevo partido, joven e impetuoso como los hijos que aún no saben que el mundo no es justo, se había convertido en la principal fuerza de oposición. Pero el viejo partido, curtido en mañas y batallas, aún conservaba la lealtad de los líderes locales, de esos que caminan con barro en los zapatos y nombres en la libreta. Se aliaron, sí, pero lo hicieron al revés: donde debían estar unidos, se dividieron; y donde la división era prudencia, se abrazaron sin sentido.

En la segunda ciudad más poblada del país, hervía el murmullo de las bases. Viejas picapicas, jóvenes soñadores, comunicadores cansados y locutores de madrugada y hasta falsos periodistas coincidían en que esa ciudad debía haber una alianza municipal. Y el candidato natural a la alcaldía era un dirigente del viejo partido, conocido por todos, aceptado por muchos, y temido por ningunos.

Pero desde la cúpula del nuevo partido, se dijo otra cosa. No se podía entregar una plaza tan codiciada, tan simbólica. El problema era que entre los cinco aspirantes que el nuevo partido tenía en el municipio, nadie sabía quién debía ser el elegido. Lo único claro, dolorosamente claro, era quién no debía serlo.

Y sin embargo, lo escogieron a él.

En una reunión de humo espeso de encuestas amañadas y voces bajas, lo nombraron candidato y le presentaron los hechos al pueblo cuando todo estaba consumado. El mismo que arrastraba tras de sí una acusación tan oscura que incluso los delincuentes más empedernidos la comentaban con asco. Tal vez era una calumnia, una de esas mentiras que nacen en la oscuridad y se alimentan del silencio. O tal vez no. Pero en campaña, ya se sabe que el acusado siempre es culpable, aunque los jueces digan otra cosa y Dios no diga nada.

Su nombramiento fue recibido con discreto júbilo en el partido de gobierno, que no podía arriesgar esa plaza. Era como si alguien, en secreto, les hubiese hecho un favor a cambio del oro sucio del Estado.

Y así fue.

Durante la campaña, el diputado disciplinado hasta la ingenuidad promovió el voto completo en un solo color, una sola bandera, un solo suspiro. Pero esa rigidez fue su condena. Miles de simpatizantes, que amaban al candidato presidencial del nuevo partido pero preferían al alcalde del viejo partido y a un regidor del nuevo partido que les había resuelto favores y funerales, entregaron su voto completo al viejo partido. La votación fue una masacre sin sangre.

El diputado perdió a uno de sus mejores regidores. El candidato del oficialismo fue electo sin despeinarse. Y hoy goza de los frutos de aquella división como quien cosecha mangos caídos en tierra ajena.

Pero lo más doloroso no fue esa derrota visible, sino la traición subterránea.

Los mismos altos dirigentes que, empujados por intereses económicos nunca confesados, impusieron al candidato maldito, fueron los arquitectos del complot que impidió que el político más brillante del municipio, ese que habla sin miedo y caminaba sin guardaespaldas, llegara a la Dirección Política de su partido.

Tras un proceso interno viciado desde la raíz precedido por una elección central donde los candidatos marcaban las boletas de los votantes y luego contaban sus propios votos con las manos todavía sucias, llegó la elección de la dirección política. Parecía una obra de teatro mal escrita, mal actuada, pero a nadie le importaba el guion, ya sabían el final. Celebraron, con sonrisas de plástico, la derrota del único dirigente que realmente podía vencer al oficialismo.

Y como si quisieran escupirle en la cara al vocero, ahora empujan como candidato a un hombre bueno rico, sí, pero ingenuo, noble hasta rozar la estupidez. Un tonto útil. Una marioneta que desean succionar como una vaca lechera, no para frenar al verdadero líder de ese partido dentro del municipio, porque ellos saben que al final ese que impulsan estará en la boleta de diputado de su circunscripción y El único que le da miedo al alcalde será el candidato de su partido, pero los mediocres quieren que llegué maniatado por una lucha interna sin sentido para que el actual alcalde lo atrape debilitado por la lucha interna.

Ese mismo que fue víctima de la conspiración de los mediocres, el real, el incómodo, el que se ha atrevido a denunciar las debilidades y falta gerencial del alcalde, ese que ha sembrado en la gente la esperanza de que, esta vez, sí es posible cambiar las cosas… ese hombre está afuera.

Desde su oficina, en lo alto del cuarto piso, el alcalde observa la escena como un dios menor. Cree que su enemigo ha muerto. Que la amenaza ha sido enterrada bajo la traición.

Lo que no sabe es que ese hombre no está muerto. Está esperando. Silencioso, quieto, pero con los ojos abiertos. Como los árboles antes de una tormenta eléctrica, muy hermosos, sí, pero a punto de romperse.

Y puede que, cuando menos lo esperen, vuelva. No con salvación ni épica, sino con cicatrices y una serenidad afilada. Si logra entender el golpe como lección, no como condena, puede que termine siendo el próximo alcalde de esta ciudad rota.

Pero si no aprende a moverse entre las trampas, si no acepta que el poder es una selva donde se sonríe mientras se clava el cuchillo, va a terminar sacrificado. Un cordero suelto en un matadero.

Y entonces el actual alcalde, ese que invoca a Dios con la boca mientras con las manos rompe el octavo mandamiento, tendrá cuatro años más para seguir destrozando un municipio ya carcomido por la avaricia y la hipocresía.

¡Fragmento del relato ‘El conjuro de los mediocres’!

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