Opinión. Lunes, 13 de Enero de 2025
En octubre de 1917, el mundo fue testigo de un cambio radical. Los bolcheviques, liderados por Lenin, aplicaron la teoría marxista con la promesa de un paraíso obrero. La idea era sencilla en su planteamiento pero ambiciosa en su ejecución: los trabajadores tendrían el control de los medios de producción, y con ello, una vida digna y libre de las cadenas de la explotación. El mundo observaba expectante cómo el sueño de Karl Marx tomaba forma en la vasta Rusia.
Sin embargo, los años que siguieron demostraron que la teoría y la práctica son mundos distantes. El sistema, que debía liberar al proletariado, pronto se convirtió en una maquinaria que aplastaba los derechos individuales en nombre del colectivo. El sueño utópico se transformó en una pesadilla burocrática, donde la cúpula dirigencial disfrutaba de privilegios mientras el pueblo languidecía.
Avancemos a 1945, cuando el final de la Segunda Guerra Mundial dejó a Alemania dividida en dos. Una mitad abrazó el socialismo, mientras que la otra se inclinó hacia el capitalismo. Berlín, símbolo de esa fractura, fue separada por un muro físico y metafórico que reflejaba la diferencia entre dos visiones del mundo.
Ese muro, lleno de minas y guardias armados, no fue construido para evitar que los capitalistas invadieran el lado socialista, sino para evitar que los ciudadanos socialistas escaparan a una vida mejor. Cuando finalmente cayó en 1989, los alemanes del Este, que habían vivido bajo el socialismo, no tardaron en buscar las oportunidades y la libertad del Oeste. Allí, su calidad de vida comenzó a mejorar.
No es fácil para mí abordar este tema. Soy un hombre que ha admirado y sigue admirando figuras como Fidel Castro y Hugo Chávez, líderes que defendieron la soberanía de sus pueblos frente a las potencias extranjeras. Reconozco sus luchas, sus logros en educación y salud, y su capacidad de inspirar a las masas. Sin embargo, no puedo cerrar los ojos ante una realidad evidente: el sistema que defendieron no funciona.
Es un sistema que en papel promete igualdad, pero en la práctica crea élites aún más privilegiadas. Mientras los funcionarios viven con lujos y privilegios, el pueblo sufre en la más espantosa miseria. La escasez, la represión, y la falta de oportunidades se convierten en el pan de cada día. La voz del pueblo se silencia, y cualquier crítica es vista como una traición.
Hoy alzo mi voz, porque siempre me he caracterizado por ser la voz de los que no tienen voz. Lo hago con el compromiso de decir la verdad, aunque duela. Reconocer que un sistema no funciona no es traicionar una causa; es buscar caminos mejores para alcanzar el bienestar que todos anhelamos. Y aunque admiro los ideales de justicia y equidad que alguna vez inspiraron estas revoluciones, no puedo dejar de lado los resultados.
Los ideales no deberían ser jaulas. Los sueños de un mundo mejor no deberían convertirse en cadenas. Por eso, insisto: es hora de buscar modelos que funcionen para todos, no solo para unos pocos en el poder.