Opinión. Lunes, 13 de Enero de 2025
Hace tanto tiempo que no distingo si era 1987 o 1988, cuando la joven Ana Made se acercó a mí para que le recomendara un abogado bueno y honesto, ya que quería divorciarse de su esposo y que los pocos bienes que tenían se dividieran de la manera más justa posible. No me agradaba la idea de buscar un abogado para un divorcio de dos personas buenas, pero ella me explicó que cuando dos caracteres fuertes chocan, ni siquiera el amor más grande puede mantener unidas a dos personas, y que, al final, terminarían irrespetándose mutuamente.
El argumento me convenció, y el primer nombre que me llegó a la mente fue el del joven profesor Leonel Fernández. En ese tiempo, yo estaba maravillado con los artículos que él escribía para el periódico Vanguardia del Pueblo y la revista política Teoría y Acción. Mi admiración por ese joven intelectual era profunda, pues los estudiantes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo lo admiraban profundamente por su manera de dar clase, al punto de que, en mis horas libres, yo me enteraba de dónde estaba dictando cátedra para verlo desde la ventana del aula, y muchos otros hacían lo mismo.
Una mañana llegamos a la oficina, ubicada en el cuarto piso de un edificio antiguo de la calle El Conde, casi esquina Hostos, donde el líder de esa oficina era el famoso abogado Abel Rodríguez del Orbe. Con un tono muy bajo y la decencia de un diplomático formado en París, nos recibió el joven abogado Leonel Fernández. No sé por qué razón, le murmuré tímidamente: «Don Juan será presidente en el ’90 y usted en el ’94». Él, sin darme crédito, solo sonrió y dijo que había muchos dirigentes con más rango, que no tenía aspiraciones personales y que todos los miembros del PLD estaban preparados para ocupar cualquier función, por alta que fuera.
Una mañana de 1989, Ana Made regresó de Estados Unidos y quería pasar por la oficina donde trabajaba Leonel para llevarle un presente de agradecimiento a la secretaria, a un abogado ayudante y, por supuesto, a Leonel. Mientras esperábamos a Leonel, llegaron unas personas con una niña de aproximadamente dos años. Alguien le dijo a la niña que cantara el himno nacional, y para sorpresa nuestra, esa niña cantó casi una estrofa del canto a la patria. Ana Made, muy sorprendida, le preguntó quién era, y la niña, con voz dulce, respondió: «Nicole Fernández Ortega» y mencionó el nombre de su mamá. Ana, con una sonrisa muy amplia, dijo: «Ahora ya sé por qué eres tan inteligente, eres hija de ese hombre tan eminente llamado Leonel Fernández», y luego, con una carcajada, agregó: «¡Hijo de culebra sale larguito, y tú serás presidenta de la República!» La niña, con la cabeza en alto, la contradijo: «¡Nooo, yo seré artista!»
Al salir de la oficina, le dije a mi amiga Ana Made y al otro amigo que me acompañaba: «¡Qué mala suerte! Ya Leonel se me adelantó. Yo quiero ponerle a mi primera hija Nicole, en honor a la novia que he amado y amaré en mi vida». Mi amigo y Ana rieron a carcajadas y me preguntaron: «¿Quién es esa Nicole que tú amas tanto que queremos conocer?». Les respondí: «Aún no la conozco, nunca la he visto, pero sé que pronto la conoceré, y así como sé que Leonel algún día será presidente, también tengo la certeza de que en algún momento conoceré a una mujer llamada Nicole, y que mi primera hija llevará ese nombre.»
La sonrisa se les borró de los labios a Ana Made y a mi amigo Carlos, ambos me miraron con preocupación, como si yo estuviera perdiendo la razón.
Tres años después conocí a una mujer nacida Suecia, llamada Nicole Escania, de quien me enamoré perdidamente. Aunque no fue la mujer que más amé, fue digna de una historia de amor que me dejó marcado, ya que, años después de perder su pista, el 3 de enero de 1996 nació mi primera hija, a quien declaré con el nombre de Nicole Escania. Y, menos de seis meses después de su nacimiento, los dominicanos escogieron a Leonel Fernández como presidente constitucional de la República Dominicana.